martes, 26 de diciembre de 2006

Resbalando por los museos

Por la mañana, un domingo, vamos al Reina Sofía, que como ya se indica en la entrada, es tanto museo como centro de arte. La exposición que toca ver se llama Primera generación, y va sobre la colección (pequeña todavía, pero que ha costado unos dos millones de euros) de vídeo, el vídeo como soporte de un arte nuevo, pero que ya parece viejo en muchas de sus creaciones, pues lo nuevo ahora es internet y lo que se hace en la Web 2. 0. Como es domingo por la mañana, nos dejan pasar sin pagar, previo depósito de las bolsas y demás zarandajas. En la tercera planta, todo es nuestro. Vostell y Nam June Paik, para empezar y para terminar, a fin de cuentas han sido ellos los pioneros de una expresión que, en sus mejores momentos, ha sido realmente arriesgada. Ese sillón lleno de cuchillos, con una pantalla en donde uno se sienta, es un anuncio de algo, es una crítica feroz contra la televisión. También el panel de carcasas y monitores del segundo, que se adorna con vídeos del propio movimiento, es algo que impacta, aunque lo que realmente fascina es el Tejido que una mujer ha ideado, un tejido con pantallas grandes, líneas hermosas de colores irisados, y un sonido de campanas, una banda sonora para el espíritu, que se goza en una sala a oscuras. Hay momentos de puro kitsch, como ese happening con la violonchelista, de nombre artístico también, obra del coreano rabioso. Las obras de las feministas me dejan indiferente, mi amiga esboza un comentario despectivo sobre la sobaquera de la tía en cuestión, a la que le hace falta pasarle una cortadora de césped por lo menos. Hay algo repulsivo en el movimiento feminista, ya sea en su faceta artística o en la meramente social, que me hace pensar en una contrarrevolución. Un feminismo otro es posible, como ha expresado la juez decana de Barcelona. El varón castrado.

La verdad es que, por la entrevista con Berta Sichel, la encargada de Audiovisual del Museo, que apareció en un Babelia, no te dan muchas ganas de adentrarte en esta muestra. Lo mejor, el Enigma que vemos a la salida, cuando vamos en busca del ascensor transparente: es un individuo alto, de cabezota con calva pronunciada, de gafas estrafalarias; lleva ropa de mujer, una falda y unos zapatones, pero sus manos están más cerca a las de un obrero de minas. Todos sus accesorios son de mujer, pero los rasgos más marcados no dejan lugar a dudas. Y sin embargo, uno no sabe a qué atenerse. Sólo por ver esto, ha merecido la pena venir al museo en esta fría mañana de diciembre.

Por la tarde, sin saber qué hacer tras una visita relámpago al Burger King del Prado, y después de tener el culo helado mientras alimentados a unos pajaritos (al final, escena friki, un niño quiere envenenarlas dándoles patatas de esa cadena de comida rápida)..., decidimos entrar al Museo del Prado, que también es gratis en ese momento. Queremos ver, por pura inercia, la exposición temporal Lo fingido verdadero, sobre la adquisición por parte del museo de una colección de bodegones, naturalezas muertas realizadas por pintores españoles casi desconocidos. No comparto el entusiasmo del crítico del Babelia, Francisco Calvo Serraller, pero al menos paso resbalando delante de esos cuadros añejos. Resbalo también por las demás salas, sin saber qué ver, porque tras meterme en la sala de Velázquez, una opresión me embarga, y ya no sé qué hacer, si matar a la guía pedante o salir en pos del tesoro. Watteau, algo ligero para estas horas de la tarde, está en el segundo piso, y los ascensores no funcionan bien, están muy alejados. Nos quedamos mirando las cosas lúgubres de Ribera, que pinta a filósofos como pobres. Todo ahí es la España negra en sus más conseguidos colores y detalles. Por una de esas llegamos a Goya y sus Pinturas Negras, por fin algo que hace que deje de resbalar. Toda esta pintura sí que es realmente valiosa, no entiendo cómo la gente se agolpa delante de retratos burgueses y la Familia de Carlos IV. Los argentinos me parecen especialmente empalagosos. En esta parte de pinturas siniestras, hay menos gente, se respira mejor, después de dejar atrás caballos panzones y mendigos con pedigrí, por no hablar de murillescas bondades. Hay una pintura que me llama la atención por encima de otras, tal vez por ser la más nimia y casi pasar desapercibida: el que muestra una cabeza de perro hundido, ¿en la arena? Un cuadro metafísico, tremendo.

Salimos al aire frío de la tarde, casi ya noche, todo está vallado, el hombre sigue con su violín eléctrico, su Vivaldi para los pájaros extraviados de la tarde. La vida aquí fuera en sus colores que ningún pintor podrá atrapar jamás.